Capítulo 32
Pasé el miércoles sumida en el agotamiento. Me había propuesto no acudir al laboratorio, pero LaManche me llamó porque necesitaba un informe. Una vez allí, decidí quedarme. Trabajé con asuntos antiguos, lentos e irritantes, aclarando aquellos que Denis podía descartar. Es un trabajo que odio y que demoraba desde hacía meses. Me quedé hasta las cuatro de la tarde. Una vez en casa cené temprano, me di un baño prolongado y, hacia las ocho, me había acostado.
Al despertarme el jueves, la luz del sol irrumpía en mi habitación, por lo que comprendí que era tarde. Me estiré, giré en el lecho y consulté el reloj: era las diez y veinticinco. ¡Dios! Había recuperado el sueño perdido. Fase una del plan. No tenía intención de ir a trabajar.
Me tomé tiempo para levantarme y repasar una lista de lo que me proponía hacer. Desde el momento en que abrí los ojos me sentí llena de energía como un corredor en la fecha del maratón. Deseaba fijarme un ritmo. «Contrólate, Brennan: haz una carrera inteligente.»
Fui a la cocina a preparar café y leí la Gazette. Miles de personas huían de la guerra en Ruanda; el partido quebequés de Parizeau llevaba diez puntos de ventaja a los liberales del premier Johnson; las Expos estaban en primer lugar en el NL East; los obreros trabajaban durante la fiesta anual de la construcción. ¡No es broma! Nunca he podido comprender a qué ingenio se le ocurrió algo semejante. En un país que sólo tiene cuatro o cinco meses de buen tiempo para la construcción, ésta se interrumpe durante dos semanas en julio porque los obreros se van de vacaciones. ¡Muy brillante!
Tomé otra taza de café y concluí de leer el periódico. Hasta el momento todo iba bien. Fase dos. Actividad mecánica.
Me puse unos pantalones cortos y una camiseta y fui al gimnasio. Veinte minutos en la pista andadora y una sesión de remo. A continuación, en el supermercado, adquirí suficientes alimentos para proveer a todo Cleveland. De regreso a casa dediqué toda la tarde a fregar, limpiar, sacar el polvo y pasar la aspiradora. En cierto momento consideré limpiar el refrigerador, pero deseché la idea por parecerme excesiva.
A las siete de la tarde mi frenesí doméstico estaba saturado. La casa apestaba a líquidos de limpieza y a pulimento con olor a limón; la mesa del comedor estaba cubierta de jerséis lavados, y tenía bragas limpias para un mes. Por otra parte yo olía y tenía el aspecto de haber pasado varias semanas acampando. Estaba dispuesta para marcharme.
La jornada había sido sofocante y la noche no auguraba ningún alivio. Me cambié los pantalones y la camiseta por otros que hacían juego y completé el conjunto con unas Nike gastadas. Perfecto. No como una profesional de la calle sino como alguien que deambula por el Main en busca de drogas para distraerse, de compañía para la noche o de ambos. Mientras me dirigía hacia St. Laurent revisé el plan: encontrar a Julie, seguirla; encontrar al hombre del camisón, seguirlo. Y no ser vista. En extremo sencillo.
Crucé por Ste. Catherine escudriñando las aceras a ambos lados. Algunas mujeres habían montado su negocio delante del Granada, pero no se veía ni rastro de Julie. No la esperaba tan temprano. Me concedí tiempo adicional para entrar en el ambiente.
El primer fallo técnico se produjo cuando giré por mi callejuela. Como un genio surgido de una botella, apareció una mujer enorme que se echó sobre mí. Llevaba un maquillaje escandaloso y tenía el cuello de un bull terrier. Aunque no logré captar todas sus palabras, su mensaje era inequívoco. Retrocedí y me dirigí en busca de otro aparcamiento conveniente.
Encontré una plaza seis manzanas más arriba, en una callecita estrecha donde se alineaban edificios de tres plantas. Hacía mucho calor, algo característico del verano, y la vigilancia del vecindario estaba en marcha. Algunos hombres me observaban desde los balcones, otros, desde las escaleras, e interrumpían sus conversaciones con las latas de cerveza apoyadas en sus sudorosas rodillas. ¿Se mostraban hostiles, curiosos, desinteresados o muy interesados? Procuré no demorarme para que nadie me abordase. Cerré el coche y cubrí a paso rápido la distancia que me separaba hasta el final de la manzana. Tal vez estuviera demasiado nerviosa, pero no deseaba complicaciones que sabotearan mi misión.
Respiré aliviada al rodear la esquina e internarme en el flujo de St. Laurent. Un reloj de Le Bon Deli indicaba las ocho y cuarto. ¡Maldición! Por entonces ya deseaba hallarme en el lugar. ¿Debería modificar mi plan? ¿Y si ella se me escapaba?
En Ste. Catherine crucé St. Laurent y volví a examinar a la gente que estaba frente al Granada. No se veía ni rastro de Julie. ¿Acudiría allí alguna vez? ¿Cuál sería su ruta? ¡Maldición! ¿Por qué no habría comenzado más temprano? Ya no había tiempo para indecisiones.
Me apresuré hacia el este, escudriñando los rostros de quienes pasaban por mi lado, pero la masa de peatones se había incrementado y resultaba más difícil asegurarse de que ella no andaba por allí. Crucé en dirección norte hacia el solar vacío siguiendo el camino que Jewel y yo habíamos tomado hacía dos noches. Vacilé al llegar al bar de la callejuela, pero seguí adelante apostando de nuevo a que Julie no solía comenzar temprano su trabajo.
Al cabo de unos minutos me ocultaba encorvada tras un poste de telégrafos, en el extremo más alejado de Ste. Dominique. La calle estaba desierta y tranquila. El edificio de Julie no mostraba indicios de vida; las ventanas estaban oscuras, la luz del porche apagada, y se distinguía la pintura tétricamente desconchada entre la bochornosa oscuridad. Aquel escenario me trajo a la memoria fotos que había visto de la Torre del Silencio, plataformas levantadas por los parsis, donde los hindúes colocan a sus muertos para que los buitres les monden los huesos. Pese a la temperatura reinante sufrí un estremecimiento. El tiempo transcurría con lentitud mientras yo observaba. Una anciana andaba vacilante por la manzana arrastrando un carrito repleto de harapos. La mujer, cargada con sus logros de la tarde por la desigual acera, desapareció por una esquina. El tenue chirrido del carrito decreció y por fin se extinguió. Nada más alteraba el deprimente ecosistema callejero.
Consulté mi reloj: eran las ocho cuarenta. Había oscurecido mucho. ¿Cuánto tiempo debería esperar? ¿Y si ella ya se había marchado? ¿Debía llamar al timbre? ¡Maldición! ¿Por qué no le habría sonsacado previamente la hora? ¿Por qué no habría llegado antes? El plan ya mostraba deficiencias.
Transcurrió otro espacio de tiempo. Tal vez un minuto. Dudaba en marcharme, cuando se encendió una luz en una habitación del piso superior. Poco después apareció Julie con corpiño, minifalda y botas más arriba de la rodilla. Su rostro, cintura y muslos eran manchas blancas entre la sombra del porche. Me oculté tras el poste.
La muchacha vaciló un momento, alzó la barbilla y enlazó los brazos en la cintura. Parecía comprobar la noche. Luego bajó los peldaños y marchó rápidamente hacia Ste. Catherine. La seguí, tratando de no perderla de vista y procurando pasar inadvertida.
Al llegar a la esquina me sorprendió verla girar a la izquierda y alejarse del Main. El Granada era un buen reclamo, ¿pero adónde se dirigía en aquellos momentos? Encaminó sus pasos rápidamente entre la multitud, oscilantes los flecos de las botas, indiferente a la atención que despertaba a su paso. Sorteaba a la perfección el gentío y yo tenía que esforzarme para seguirla.
La multitud se fue reduciendo a medida que avanzábamos hacia el este y por fin desapareció. Yo había estado aumentando la distancia que nos separaba en respuesta directa a la reducción del gentío que circulaba por la acera, pero al parecer era innecesario: Julie parecía centrada en su destino y desinteresada por los restantes peatones.
Las calles no sólo se habían quedado más vacías sino que el vecindario había mudado de aspecto. Ahora marchábamos por Ste. Catherine con dandis de aspecto amanerado y téjanos pintados con espray, parejas unisex y alguno que otro travestido: nos habíamos internado en el ámbito de los homosexuales.
Seguí a Julie junto a cafeterías, librerías y restaurantes exóticos. Por fin giró hacia el norte, luego al este y por último en dirección sur, en un callejón sin salida de almacenes y sórdidos edificios de madera, que en su mayoría cubrían sus escaparates con fibrocemento. Algunos parecían haber sido destinados para negocios a la calle, aunque probablemente no habían tenido ningún cliente desde hacía años. Papeles, latas y botellas se amontonaban en ambas esquinas. La zona parecía un escenario apropiado para los Jets y los Sharks.
Julie se metió decidida en una entrada situada a media manzana. Abrió una sucia puerta de cristal cubierta con celosía metálica, habló brevemente con alguien y desapareció en el interior. Distinguí el resplandor de un anuncio de cerveza a través de la ventana de la derecha, también resguardada con un enrejado. Un letrero sobre la puerta decía sencillamente: BIÉRE ET VIN, cerveza y vino.
¿Qué hacer ahora? ¿Era aquél el lugar de la cita, con una habitación privada arriba o en la parte posterior? ¿O se trataba de un bar de encuentros del que saldrían juntos? Necesitaba que se tratara de lo segundo. Si salían por separado, concluido su negocio, el plan se iba al traste. No sabría a qué hombre seguir.
No podía limitarme a permanecer ante la puerta y aguardar. Detecté un hueco aún más tenebroso entre las sombras, al otro lado de la calle. ¿Se trataría de una callejuela? Dejé atrás el antro en el que Julie había entrado y me dirigí en diagonal hacia aquel sector oscuro. Consistía en una especie de hueco entre una barbería abandonada y una empresa de almacenamiento, de unos sesenta centímetros de ancho y siniestro como una cripta.
Entre los fuertes latidos de mi corazón me introduje en aquel hueco y me aplasté contra la pared, ocultándome tras un poste agrietado y amarillento de barbero que se proyectaba sobre la acera. Transcurrieron varios minutos. La atmósfera era densa y sofocante y el único movimiento que se percibía era mi respiración. De pronto me sobresaltó un crujido: no estaba sola. Cuando me disponía a salir disparada, un negro bulto surgió de entre las basuras que estaban a mis pies y se escabulló hacia la parte interior del pasillo. Sentí una opresión en el pecho y de nuevo me recorrió un escalofrío pese al calor reinante. «¡Tranquilízate, Brennan! ¡Sólo es una rata! ¡Vamos, sal ya, Julie!»
A modo de respuesta la muchacha reapareció, seguida por un hombre vestido con una sudadera negra con la marca de la Universidad de Montreal en el pecho y una bolsa de papel en el brazo.
El pulso se me aceleró. ¿Se trataría de él? ¿Sería aquel rostro el que aparecía en la foto del cajero rápido? ¿El tipo que había huido de la rue Berger? Me esforcé por distinguir los rasgos del hombre, pero estaba demasiado oscuro y se hallaba muy lejos. ¿Y acaso reconocería a Saint Jacques aunque lo tuviera próximo? Lo dudaba. La foto era muy borrosa, y el hombre del apartamento corría demasiado.
La pareja miraba hacia adelante y no se tocaban ni hablaban. Como palomas mensajeras recorrieron el camino por el que Julie y yo habíamos tomado hasta llegar a Ste. Catherine, donde siguieron hacia el sur en lugar de girar al oeste. Dieron otros giros, internándose por zonas de apartamentos ruinosos y negocios abandonados, calles que estaban oscuras y eran muy poco acogedoras.
Yo los seguía a media manzana de distancia y me esforzaba por no producir el menor sonido por temor a ser descubierta. En aquel sector no tenía dónde ocultarme y, si se volvían y me veían, no tendría ningún pretexto, ni escaparates que contemplar, ni puertas donde meterme: ningún punto tras el que ocultarme física ni imaginariamente. Mi única opción sería seguir caminando y confiar en encontrar una bocacalle antes de que Julie me reconociera. Pero no se volvieron a mirarme.
Proseguimos nuestra marcha por una maraña de callejuelas y pasillos, cada una más vacía que la anterior. De pronto aparecieron dos hombres que venían en dirección opuesta, discutiendo en voz alta y tensa. Rogué porque Julie y su acompañante no siguieran a los hombres con la mirada, mas no lo hicieron. La pareja siguió su camino y desapareció por otra esquina.
Aceleré mis pasos, temerosa de perderlos en los segundos en que desaparecieron de mi vista.
Mis temores no eran infundados. Al volver el recodo no los encontré. La manzana estaba vacía y silenciosa.
¡Mierda!
Examiné los edificios de ambos lados, pasando la mirada arriba y abajo de cada escalera metálica y escudriñando todas las entradas. No se veía nada: ni rastro de ellos.
¡Maldición!
Avancé a toda prisa por la acera, furiosa conmigo misma por haberlos perdido. Me encontraba a medio camino de la siguiente esquina, cuando se abrió una puerta y el cliente de Julie asomó a un oxidado balcón metálico a unos seis metros delante de mí y a mi derecha. Estaba a la altura de los hombros y de espaldas a mí, pero la sudadera era inconfundible. Me quedé paralizada, incapaz de pensar ni reaccionar.
El hombre escupió una flema que proyectó directamente en la acera. Se pasó el dorso de la mano por la boca, volvió al interior y cerró la puerta sin advertir mi presencia.
Permanecí inmóvil con las piernas como dormidas, incapaz de moverme.
«¡Gran actuación, Brennan! ¡Presa del pánico y a punto de echar a correr! ¿Por qué no encender una bengala y hacer sonar una sirena?»
El edificio en el que el hombre había desaparecido formaba parte de una hilera de casas que parecían apoyarse entre sí para no caerse. Si hubieran apartado uno de ellos, la manzana se habría desmoronado. Un letrero lo identificaba como LE SAINT VITUS, y ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES. Habitaciones para turistas. Muy adecuado.
¿Era su residencia o simplemente su lugar de citas? Me resigné a seguir aguardando.
Una vez más busqué un lugar donde ocultarme. De nuevo distinguí lo que me pareció un hueco en la otra acera. Crucé y descubrí de qué se trataba. Tal vez estaba aprendiendo, tal vez podía considerarme afortunada.
Aspiré profundamente y me deslicé en las sombras de mi nuevo pasillo. Fue como reptar en un contenedor de basura. El ambiente era cálido y denso y olía a orines y a desechos.
Permanecí en el angosto espacio, apoyándome ora en un pie o en el otro. El recuerdo de las arañas y cucarachas muertas que había visto en el poste del barbero me impedían recostarme contra la pared. Y ni pensar siquiera en sentarme.
El tiempo transcurría lentamente. No apartaba los ojos de Saint Vitus, aunque dejaba divagar mis pensamientos. Pensaba en Katty, en Gabby y en san Vito. ¿Quién había sido en realidad? ¿Cómo le habría sentado que dieran su nombre a aquel cubil de la acera de enfrente? ¿No había una enfermedad con ese nombre? ¿O sería san Telmo?
Pensé en Saint Jacques. La foto del cajero automático era tan deficiente que apenas se distinguía su rostro. El viejo tenía razón: ni siquiera su propia madre lo habría reconocido.
Además, podía haberse cambiado el peinado, dejado barba o puesto gafas.
Los incas construyeron una red de carreteras; Aníbal cruzó los Alpes; Seti se instaló en el trono... Nadie entraba ni salía de Saint Vitus. Procuré no pensar en lo que sucedía en una de sus habitaciones. Confié en que el tipo fuera rápido.
En mi reducido espacio no corría aire, y los muros aún retenían el calor acumulado de toda la jornada. La camiseta se me empapó y pegó en el cuerpo. Tenía la cabeza mojada de sudor y de vez en cuando se deslizaba una gota por mi cuello o rostro. Me removía, observaba y pensaba. El ambiente era irrespirable. El cielo gruñía y destellaba discretamente: simples gemidos celestiales. De vez en cuando un coche iluminaba la calle y pasaba de largo dejándola sumida de nuevo en la oscuridad.
El calor, el olor y el confinamiento comenzaron a hacer sentir sus efectos. Tenía un sordo dolor entre las cejas y sensación de náuseas en el fondo de la garganta. Traté de ponerme de cuclillas.
De pronto una sombra se cernió amenazadora sobre mí. Mis pensamientos estallaron en miles de direcciones. ¿Estaría el pasillo abierto en el otro extremo? ¡No había previsto una vía de escape!
El hombre se metió en el pasaje hurgándose en la cintura. Miré hacia atrás, a mis espaldas, que se encontraba oscuro como boca de lobo. ¡Estaba atrapada!
Entonces, como en un experimento físico en el que responden fuerzas iguales y opuestas, me levanté bruscamente y retrocedí torpemente con las piernas entumecidas. El hombre, sorprendido, también retrocedió unos pasos. Advertí que era asiático, aunque entre las lúgubres sombras sólo se distinguían sus ojos desorbitados y sus blancos dientes.
Me apreté contra la pared tanto para apoyarme como para protegerme. El tipo me miró con aire lascivo y movió perplejo la cabeza. Luego se marchó tambaleante por la acera metiéndose la camisa y subiéndose la cremallera.
Por unos momentos permanecí inmóvil, hasta que los latidos de mi corazón se regularizaron.
¡Tan sólo era un borracho que quería orinar y ya se había ido!
¿Y si hubiera sido Saint Jacques?
No era el caso.
«No te preparaste una salida. Has sido una necia. Vas a dejarte asesinar.»
«Sólo era un borracho.»
«Ve a casa: John tiene razón. Deja esto para los policías.»
«Ellos no lo harán.»
«No es tu problema.»
«Pero Gabby sí lo es.»
«A buen seguro que se encuentra en Sainte Adéle.»
«Allí debería haber ido yo.»
Ya más tranquila reanudé mi vigilancia. Seguí pensando en san Vito. El baile de san Vito. ¡Eso era! Aquello se habría propagado en el siglo XV. La gente se ponía nerviosa e irritable y sus extremidades comenzaban a contorsionarse. Creyeron que era una forma de histeria y acudían en peregrinación al santo. ¿Y qué se decía de san Telmo? Se hablaba del fuego. Algo que tenía que ver con el cornezuelo del centeno. ¿También aquello enloquecía a la gente?
Pensé en las ciudades que me gustaría visitar: Abilene, Bangkok, Chittagong. Siempre me había agradado ese nombre, Chittagong. Tal vez iría a Bangladesh. Me encontraba en la letra D, cuando Julie salió del Saint Vitus y se marchó tranquilamente. Me mantuve en mi puesto: ella había dejado de ser mi objetivo. No tuve que aguardar mucho. Mi presa también se marchaba.
Dejé que cruzara la mitad de la acera y entonces lo seguí. Sus movimientos me recordaban las ratas que escapan de la basura. Se escabullía con los hombros encorvados, la cabeza hundida, la bolsa aferrada al pecho. Comparé su figura con la que había visto salir disparada de la habitación de la rue Berger. No me parecían muy similares, pero Saint Jacques había sido demasiado rápido y su aparición totalmente inesperada. Aunque era posible que fuese él mismo, yo no había tenido bastante tiempo para verlo la vez anterior. Evidentemente aquel tipo no se movía tan deprisa.
Por tercera vez en muchas horas me internaba por un laberinto de calles transversales y laterales. El individuo giró por fin y se dirigió hacia una casa de piedra gris con fachada en forma de arco. Era como cientos de otras ante las que había pasado aquella noche, aunque algo menos sórdida, y la escalera oxidada se remontaba en forma de curva hasta las puertas con la pintura estropeada.
El hombre subió rápidamente la escalera con un veloz repiqueteo metálico de sus pies y luego desapareció por una puerta vistosamente tallada. Casi inmediatamente se encendió una luz en el primer piso del arco, tras unas ventanas semiabiertas cuyas cortinas pendían lacias e inmóviles. Se distinguía una figura que se movía por la habitación velada por el grisáceo encaje. Pasé a la otra acera y aguardé. En esa ocasión no había ningún callejón donde ocultarse.
Durante unos momentos el hombre se movió de un lado para otro y luego desapareció. Aguardé.
«¡Es él, Brennan! ¡Está ahí!»
«Acaso esté visitando a alguien o haya acudido a entregar algo.»
«Ya lo tienes. Puedes marcharte.»
Consulté el reloj: las once y veinte. Aún era temprano, así que aguardaría otros diez minutos.
No tuve que esperar tanto. La figura reapareció, levantó las ventanas por completo y desapareció de nuevo. Luego la habitación se quedó a oscuras. ¡Era hora de acostarse!
Aguardé cinco minutos para asegurarme de que nadie salía del edificio y ya no precisé más señales para convencerme. Ryan y los muchachos podían comenzar desde allí.
Anoté la dirección e inicié mi camino de regreso hacia el coche confiando en poder encontrarlo. La atmósfera seguía siendo densa y el calor tan intenso como a primera hora de la tarde. Hojas y cortinas pendían inmóviles, como recién lavadas y colgadas a secar. El anuncio de neón de St. Laurent resplandecía por encima de los edificios a oscuras e iluminaba el laberinto de callejuelas por el que yo avanzaba a toda prisa.
El reloj del salpicadero señalaba la medianoche cuando entré el coche en el garaje. Iba mejorando: llegaba a casa antes de que amaneciera.
Al principio no detecté ruido alguno. Me encontraba al otro extremo del garaje y escogía mi llave, cuando por fin se interfirió en mi mente consciente. Me quedé inmóvil y escuché con atención. Un intenso pitido llegaba a mis oídos, desde mi espalda, junto a la entrada principal de vehículos.
Mientras avanzaba en aquella dirección y trataba de identificar su origen, el tono se definió en un latido agudo y palpitante. Cuando estuve más próxima, advertí que procedía de una puerta situada a la derecha de la rampa. Aunque la puerta se veía ajustada, el cerrojo estaba parcialmente cerrado, lo que desencadenaba la alarma.
Empujé, ajusté la barra de seguridad y cerré por completo. El pitido se interrumpió bruscamente y el garaje quedó en absoluto silencio. Me dije que, por la mañana, comentaría el aparente mal funcionamiento a Winston.
La casa me pareció fresca y acogedora tras pasar tantas horas en agujeros sucios y tórridos. Por un momento me detuve en el vestíbulo para recibir el aire refrigerado sobre mi recalentada piel. Birdie se frotó una y otra vez contra mi pierna arqueando la espalda y ronroneando a modo de salutación. Le acaricié la cabeza, le di de comer y comprobé los mensajes recibidos. Alguien había colgado sin decir palabra.
Fui a la ducha. Mientras me enjabonaba una y otra vez rememoré mentalmente los acontecimientos del día. ¿Qué había logrado? Ahora conocía la residencia del maníaco de lencería de Julie; por lo menos suponía que se trataba de él puesto que era jueves. ¿Y eso qué significaba? Acaso no tuviese nada que ver con los crímenes.
Pero no lograba convencerme por completo. ¿Por qué? ¿Por qué pensaba que aquel tipo estaba implicado? ¿Por qué me creía en la obligación de perseguirlo? ¿Por qué temía por Gabby? A Julie nada le había sucedido.
Tras la ducha aún seguía nerviosa y sin poder dormir, por lo que saqué una loncha de queso Brie y un pedazo de tornme de chèvre de savoie del refrigerador y me serví un ginger ale. Me cubrí con un edredón y, tras tenderme en el sofá, pelé una naranja y me la comí con el queso. El televisor no logró atraer mi atención. De nuevo me centré en mi debate interior.
¿Por qué me había pasado cuatro horas en compañía de arañas y ratas para espiar a un tipo que disfrutaba viendo a las prostitutas en lencería? ¿Por qué no dejar que los polis llevaran el asunto?
Seguí meditando sobre ello. ¿Por qué no me había limitado a decir a Ryan lo que sabía y pedirle que persiguiera a aquel tipo?
Porque se trataba de una cuestión personal. Pero no del modo en que yo me lo había estado diciendo. No se trataba solamente de la amenaza sufrida en mi jardín, de un ataque contra mi seguridad o la de Gabby. Había algo más que me hacía obsesionarme por aquellos casos, algo más profundo y preocupante. Durante una hora, poco a poco, me vi obligada a reconocerlo.
Lo cierto era que últimamente me estaba asustando. Cada día veía de cerca a la muerte. Mujeres asesinadas por hombres y arrojadas a un río, un bosque o un vertedero, los huesos fracturados de alguna criatura descubiertos en una caja, una alcantarilla o una bolsa de plástico. Día tras días los limpiaba, los examinaba, los clasificaba, redactaba informes y prestaba declaraciones sobre ellos. Y, a veces, no sentía nada: aislamiento profesional, desinterés objetivo. Veía la muerte demasiado de cerca con excesiva frecuencia e intuía que estaba perdiendo el sentido de su significado. Sabía que no podía afligirme por el ser humano que había sido cada uno de aquellos cadáveres, que aquello vaciaría rápidamente mi reserva de emociones. Se imponía cierta dosis de aislamiento profesional a fin de realizar el trabajo, pero no hasta el extremo de renunciar a todo sentimiento.
Las muertes de aquellas mujeres habían despertado algo en mi interior. Me dolía su miedo, su dolor, su impotencia ante la locura. Sentía ira e indignación y la necesidad de desenmascarar al animal responsable de semejante carnicería. Sentía dolor por aquellas víctimas, y mi respuesta a su muerte era un modo de salvar mis sentimientos, mi propia humanidad y mi amor por la vida. Sentía, y estaba reconocida por ello.
Por consiguiente, se había convertido en algo personal y no me detendría. Por ello había merodeado por los jardines del monasterio, por los bosques y por los bares y callejuelas del Main. Convencería a Ryan para que siguiera aquella pista, descubriría al cliente de Julie y encontraría a Gabby. Tal vez todo ello estuviera relacionado. No importaba. De uno u otro modo saldría a la luz el hijo de perra responsable de aquel derramamiento de sangre femenina y contribuiría a encerrarlo para siempre.